Bajé las escaleras para salir de casa a la calle y el ruido de mis pasos en la madera rompió el silencio a mi alrededor. Eran las once de la mañana de un sábado de noviembre. Un día que prometía ser como cualquier otro aunque algo en el aire me sugería que no sería así. La noche anterior había llegado del trabajo más tarde de lo habitual, exhausto, pero en lugar de rendirme al sueño decidí sumergirme en una maratón de Juego de Tronos. Me atrincheré en el sofá rodeado de un cocktail oriental de frutos secos que devoraba sin piedad mientras el sabor de un refresco de cola mezclado con un toque de cerveza de lata acompañaba el festín. Vi los capítulos dos y tres de la tercera temporada sin apenas pestañear. «¡Qué tejemanejes se traen estos personajes!. ¡Muchos de ellos son unos auténticos cabroncetes!» pensé. Aunque al final, me dije a mí mismo, «esas cosas no pasan en la vida real… o eso creo».
Luego me atreví con una película, un thriller, que difirió mi cansancio lo suficiente hasta que caí exhausto en el colchón de la cama. Dormí de un tirón hasta que, por la mañana, la alarma de la vejiga me apremió a darme un paseillo hasta el baño. Con cierta pereza me di una ducha pero las tozudas legañas parecía le tenían demasiado cariño a mis enrojecidos ojos. No había nada que desayunar, algo muy característico de mi ineficaz sistema de planificación logística de viandas caseras, así que decidí salír a la calle a tomar un café allí en donde me fuese posible .
Al abrir la puerta de la calle, levanté la vista hacia el cielo, un hábito que tengo cada vez que salgo. Para mi sorpresa, el cielo estaba de un azul radiante, el sol iluminaba con fuerza y el aire se llenaba de melodías y trinos de pájaros. Incluso me pareció ver el vuelo de una mariposa. Me refregué los ojos, incrédulo. «¿Anoche no era invierno?. ¿Y no llegué a casa empapado como un pollito caído en un charco?» pensé. Pero ahí estaba, en lo que parecía un día de primavera en pleno noviembre. En fin, «Así es Coruña» suspiré, resignado a no intentar entender los misterios de su clima.
No estoy seguro de cómo empezó todo. Me encontraba allí de pie y tan absorto con el pedazo día primaveral que hacía que casi no escuché aquella voz :
—¡Chico! ¡Chico! ¡Hola, hola!
Salí de mi aletargamiento gradualmente mientras la voz continuaba interpelándome. Bajé la vista y me encontré con una enorme y lujosa limusina blanca delante de mi puerta. Me quedé maravillado del imponente lujo que irradiaba. Las había visto en el cine y en la televisión pero nunca a dos metros de distancia. Alguien salió por la puerta del conductor y se dirigió a mi sonriendo. Llevaba un elegante traje y gorro de chófer. Aparentaba un hombre de setenta y pico años muy bien llevados y de impronta vital y algo rechoncho. Me resultaba inexplicablemente familiar.
—Hola, ¿te llamas garfZOI? —preguntó con una sonrisa que denotaba confianza.
—Pues… sí, soy yo —respondí, incapaz de disimular mi sorpresa.
—Soy amanZOI… amanZOI Ortega. Y he venido a recogerte.
Creo que mi cara en ese momento pasó por todas las fases de los colores del arco iris que es permitido en la frecuencia de onda visible por el ojo humano. Tras unos segundos sin poder reaccionar al final conseguí colocar una serie de sonidos guturales en orden o en desorden en mis cuerdas vocales parecidos al canto de un gallo al amanecer y canté:
—¿Ieez naa bl…roma?
—No, para nada. No es una broma. Sé quién eres, pero no puedo explicártelo ahora.
—La verdad es que… se parece usted mucho a amanZOI Ortega, el dueño de Indixet —dije, con un hilillo de voz.
—Es que soy yo —dijo riendo—. Y no me trates de usted. Tutéame.
—¿Es una broma? —repetí,aunque en esta ocasión ya sonaba la cosa más con mi voz de siempre.
—No, y no puedes quedarte ahí de pie con un cortocircuito en la cabeza. Sube al coche.
—No entiendo. Pero… ¿por qué?
—Sube y te lo explico —dijo, abriendo la puerta del pasajero con un gesto imperativo.
Como un astronauta fui flotando hasta entrar en el lujoso auto. Me acomodé en su interior. Me encontraba en un estado de ingravidez total. Ni siquiera tenía ojos para aquella belleza sobre la que se asentaban mis posaderas.
—Bien —dijo él, como quien inicia una conversación crucial.
—Bien —repetí, como un eco.
—Puedes llamarme Ama o Aman. Así me llaman los más allegados.
—¡Ah! Pues… nada. Gracias… Aman —respondí con los ojos abiertos como platos.
—Te estarás preguntando el porqué de todo esto, ¿verdad? —dijo, con mirada burlona a través del espejo retrovisor mientras arrancaba el coche.
—Leí algo tuyo, me gustó y te ha tocado.
—Me ha tocado,… me ha tocado…me ha tocado —repetí, como el eco de un loro zombi perdiéndose en la lejanía.
—Sí. Leí tu artículo sobre Kubrick y el Indalo. Me gustó mucho. Y, por supuesto, Almería. Cuando puedo, me escapo de incógnito por esas bellas tierras.
—Pues… ¿esto es real? ¿Estoy soñando? —me pregunté en voz alta a mí mismo, mientras apresuradamente me tiraba del dedo índice de la siniestra con la mano derecha. Había leído en alguna ocasión que en los sueños el dedo empezaría a estirarse y estirarse,… Pero el mío no lo hizo. Con dificultad tragué saliva.
—¿Y me… me… ha… tocado… tocado qué? —tartamudeé.
—Te ha tocado casarte… con mi hija —dijo con una solemnidad que me dejó sin aire.
Si alguien ha visto un combate de boxeo cuando uno de los contrincantes es noqueado podrá imaginarse lo que me sucedió en ese momento. Todo se volvió negro. Creo que perdí la conciencia tal vez unos segundos. Los suficientes como, al volver en mi, notar que un hilillo de saliva corría por la comisura de mis labios. Traté tan rápidamente de tragar saliva y respirar profundamente al mismo tiempo que me atraganté. Y tosí, tosí como un auténtico desalmado.
—Tranquilo, tranquilo… —dijo amanZOI con tono paternal—. Ya sé que dicho así impresiona, pero te tengo por alguien muy entero.
Repetí mentalmente «OM» unas diez veces, como hago en situaciones de emergencia, y empecé a recordar algo. Unos días antes tomando un café con mi amigo alfonZOI en un local llamado La Marmota, me había hablado de la boda de la hija de amanZOI Ortega. Incluso me mostró una revista con su foto en la portada comentando que daría cualquier cosa por conocer a amanZOI, a quien admiraba profundamente. ¡Nunca me creería si le contase lo que me estaba pasando!.
—¿Y bien? —inquirió amanZOI.
Miré por la ventanilla del auto. Íbamos despacio y la gente en la acera se paraba y trataba de mirar hacia adentro de la limusina, pero los cristales eran ahumados y sólo podían ver su reflejo fugaz en el lujo.
—¿No dices nada?
—Le agradezco su oferta, Aman, pero el amor ya guió el corazón de su hija por otro camino y está felizmente casada. ¡Mis felicitaciones!.
—¡Me pillaste! —rió—. Cierto, sólo bromeaba.
—Pero no llego a entender —dije, confundido.
—En realidad, nosotros y el Universo estamos aquí y tampoco se entiende. Tal vez las cosas que no se entienden son las únicas que valen la pena —dijo amanZOI, perdiendo su mirada en el horizonte.
Pasamos un largo rato recorriendo la ciudad, hablando de todo y de nada, en ocasiones sumidos en un silencio que nos llevaba en un segundo viaje paralelo al que transcurría en aquel fantástico y lujoso coche.
Al despedirme, le recordé que tenía un amigo que deseaba conocerlo.
—No te preocupes, sé dónde tomáis café. Algún día me pasaré por allí —dijo, guiñándome un ojo.
Asentí con la cabeza. Se despidió con una sonrisa y comenzó a alejarse.
—¡Aman, te olvidas de la limusina! —le grité, sorprendido.
—Prefiero irme andando, garfZOI. Ya vendrá alguien a por ella —respondió sonriendo mientras se alejaba.
Lo vi marchar bajo ese extraño y luminoso día de primavera en noviembre. Y, justo antes de que desapareciera de mi vista, juraría que vi las coloridas alas de una mariposa revoloteando en este universo de vida.
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